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Incendiar el pasado para acabar con el racismo (y transformar el mundo)

El derribo de estatuas [1]

La base blanca de una estatua. Dos hombres sobre la base. Uno de ellos empuja al otro. El hombre que empuja lleva una camisa blanca, un poco percudida, seguramente por el trabajo en el campo. En su mano izquierda lleva un mazo sobre el que ahora se recarga. Su piel es oscura, morena, lleva una gorra y su mano derecha está completamente extendida, con ese ademán de desprecio y orgullo hacia el otro hombre a quien ha empujado.

El hombre que empuja es indio.[2] A su alrededor muchos otros indios ven el acontecimiento, son todos ellos los que empujan al mismo hombre contra el que dirigen su rabia. Es de día, el cielo se ve despejado. El hombre empujado es blanco, porta una prominente barba, lleva armadura de hierro, un poco desgastada por el tiempo, aún conserva su yelmo y una mirada de perro orgulloso. El hombre blanco está lejos de saber su desenlace, está siendo arrojado al vacío por unos indios, los mismos a los que acusó de incivilizados y herejes, con idiomas y costumbres que no eran/ni son las de dios, porque para él, dios es blanco. Esos mismos indios, que hoy como ayer viven en la miseria, saben que él tiene mucho que ver con su actual situación. El empujón del indio sobre la base blanca derriba finalmente a ese hombre blanco, al que se ha rendido homenaje como un acontecimiento trágico; pero necesario.

El indio, antes de empujar, recuerda todos los agravios que ha tenido que soportar durante su vida. También los agravios de sus padres y de los padres de sus padres. Por eso no duda ni se arrepentirá jamás de este instante. Concentra todas sus fuerzas en la mano derecha y arroja al hombre blanco al vacío. Mira ligeramente hacia abajo y en su rostro se dibuja una sonrisa.

El 12 de octubre de 1492 para los europeos fue “descubierta” América. Esa explicación hoy se sigue repitiendo porque es la base de un proyecto civilizatorio que está construido sobre la opresión, la violencia, el despojo y el racismo, pese a que no tiene un sustento historiográfico.

El 12 de octubre de 1492 para los europeos fue “descubierta” América. Esa explicación hoy se sigue repitiendo porque es la base de un proyecto civilizatorio que está construido sobre la opresión, la violencia, el despojo y el racismo, pese a que no tiene un sustento historiográfico. El historiador Edmundo O’gorman, señala que no se descubre lo que ya existe, es curioso que Colón haya muerto pensando que llegó a la India, y no que había “descubierto” otro continente; en cambio, se creó una identidad, la del ser americano y fue atribuida a todos aquellos que habitaran esas tierras. [3]

El “costo de la civilización”

Pese a lo anterior, el 12 de octubre es motivo de fiesta nacional en el Estado Español. Se celebra el “encuentro de dos mundos”, eufemismo utilizado también por historiadores latinoamericanos que añoran la monarquía y defienden la hispanidad como baluarte del “progreso”. Dicho encuentro en realidad es/y ha sido la imposición violenta de un proyecto civilizatorio, el de la modernidad capitalista. La colonización, el despojo a los pueblos originarios, el asesinato, la imposición de la religión católica y del español como lengua son parte de ese proceso.

Con todo, hasta hace unos años se celebraba en México el “día de la raza”, una forma de agradecer al Imperio Hispánico por sacarnos de la barbarie y mejorar de una vez y para siempre nuestra vida, aunque en el proceso algunos indios hayan sido exterminados. Al fin y al cabo, es el “costo de la civilización”.  

El que tengamos a la fecha esta interpretación sobre la conquista y colonización de Mesoamérica se debe en gran parte a que después de la Independencia de México en 1821, y durante el siglo XIX y XX triunfó un modelo de nación criolla, del cual se han nutrido las actuales élites políticas y económicas. Son los descendientes de los criollos quienes ocupan espacios en política, los que hablan en la tele, los que actúan en películas, los que producen intelectuales mediocres y vulgares, los que opinan en los diarios. Ese modelo de nación criolla tiene dos fundamentos principales: el desarrollo capitalista (imposible en un país dependiente como México) y el mestizaje de la población. “El mestizaje nunca supuso indianizar a los blancos, sino blanquear a los indios, su definición cultural nunca ha pretendido que las élites nacionales aprendan de las culturas indígenas, afromexicanas u otras, sino que les enseñen e impongan su cultura occidental, que consideran indudablemente superior.” [4]

El liberalismo Mexicano

Ni uno ni otro elemento se han cumplido. Para el liberalismo mexicano es/era necesario acabar con los indígenas, porque a sus ojos representan las características de una sociedad precapitalista, y como tal, no directamente explotable en favor del capital. De ahí que el 12 de octubre sea motivo de celebración para esas élites y su proyecto de nación.

Esa celebración tuvo un cuestionamiento en 1992 cuando los indígenas marcharon y derrocaron la estatua de Diego de Mazariegos, militar encargado de la conquista en el actual sur de México. En el marco de los 500 años del “descubrimiento de América” los indígenas derribaron un símbolo que sigue/seguía vivo: el del racismo y la conquista. El fotógrafo Antonio Turok logró captar el momento exacto en la que ellos derribaron la estatua frente al Exconvento de Santo Domingo en San Cristóbal de las Casas, Chiapas.

El contexto, una década de apertura arancelaria hacia el capital trasnacional, privatización de empresas estatales y paraestatales, y un año después, la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el abandono definitivo al campo mexicano y las reformas jurídicas para privatizar la tierra. La entrada en vigor del TLCAN fue el 1º de enero de 1994, día en que la noche se iluminó con el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.  

Múltiples rostros del racismo

La violencia policial ejercida contra el afroamericano George Floyd desencadenó en una ola de protestas contra el racismo en Estados Unidos. Ese asesinato ampliamente documentado lejos de apaciguar las protestas generó movilizaciones más y más grandes, posibilitando la visibilización de un racismo que tiene consecuencias sumamente violentas. Pero ese asesinato, lejos de ser una excepcionalidad, es la regla. Tanto para los afroamericanos como para los latinos e inmigrantes de países pobres que viven en Estados Unidos, a los ojos de sus conciudadanos blancos racistas, ellos no pertenecen a ese país por su color de piel, cultura o el tener otra lengua materna. Sumado a los fascistas del Ku Klux Klan y los discursos fascistoides de Trump, esos imaginarios sobre los inmigrantes permiten que dichos prejuicios se inserten en la población y funcionen como una práctica política de discriminación y violencia física y simbólica hacia los “otros”, aquellos que no son blancos, o que no son blancos y angloparlantes.

El derribo de estatuas, su ultraje mediante pintura y objetos colocados sobre ellas irónicamente son el indicador de que el racismo, para nuestras sociedades colonizadas (al interior y exterior) tiene raíces históricas muy profundas. 

La ira desencadenada por el asesinato de una sola persona demuestra dos cosas. La primera es que la vida de cualquier ser humano es importante, y que el color de piel, y el estigma y racismo hacia un determinado color de piel, hoy en día no puede seguir siendo tolerado en ninguno de sus rubros y expresiones. El racismo, aunque sea de broma, tiene consecuencias catastróficas porque genera la reproducción de las relaciones sociales de producción predominantes. En segundo lugar, demuestra que el reconocimiento de derechos civiles para los estadounidenses afroamericanos, obtenidos por las movilizaciones durante el siglo XX, distan mucho de haber clausurado los múltiples rostros del racismo. El reconocimiento de esos derechos es formal, cada vez que no haya una transformación sustantiva del sistema económico que lo engendra.

Capitalismo y racismo, para nosotros, las personas de piel oscura, son una misma cosa. De ahí que la tarea está en que las medidas y acciones antirracistas son urgentes, una labor de concientización y denuncia masiva. Pero deben ser entendidas también como medidas de transición hacia la transformación radical del mundo capitalista. Sin ello, se aspira a aquel peligro que veía Frantz Fanon: el lugar del opresor es buscado por el oprimido.  

Interpretación de clase

Las estatuas, como muchos otros documentos, dan cuenta del mundo mediante una interpretación de clase. Aquellos que las erigen lo hacen a sabiendas del uso político que se puede hacer de ello. Aquellos que las derriban lo hacen con la plena conciencia de no perpetuar el legado de aquello que se transformó en bronce. Derribar una estatua o incendiar el pasado no busca suprimir el pasado en sí mismo, sino terminar de una vez y para siempre con la alabanza de un proyecto político-económico que segrega, somete y ata de pies y manos a los oprimidos. Más importante, muestra una reflexión crítica sobre la historia de que ese proceso histórico no puede seguir aconteciendo tal y como lo ha hecho.     

En ese sentido, es necesario acabar con todos aquellos monumentos que alaban nuestra dominación, que la reproducen de manera simbólica y nos obligan a pensar que fue y es, el único camino posible. Mientras quede en pie algún monumento a Leopoldo II de Bélgica, Hernán Cortés o a la monarquía hispánica, que es heredera de la monarquía del siglo XVI, sabremos que las cosas no han cambiado mucho para nosotros.

A la par de acabar con esos símbolos de dominación, tenemos que acabar con la dominación actual, porque los dominadores del pasado guardan una estrecha relación con los de hoy. De la misma forma, los oprimidos de ayer guardan una estrecha relación con nosotros. De este modo, dar fin a la civilización capitalista implica ajustar cuentas con todos aquellos que alguna vez se han beneficiado de la explotación del trabajo: los capitalistas.

La “leyenda del mestizaje”

En México, el proyecto del liberalismo decimonónico de construir una nación “moderna” industrial y capitalista sigue enteramente vigente, prueba de ello son los megaproyectos (el Tren Maya, Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec y el Proyecto Integral Morelos) impulsados en las últimas décadas y que han encontrado su cristalización en el actual gobierno de Andrés Manuel López Obrador. [5]

Esto se conecta con el liberalismo en su forma de homogeneizar a la población, para el caso de México eso sucedió con la “leyenda del mestizaje” que describe y fundamenta hábilmente Federico Navarrete:

Según nos contaron y nos siguen contando nuestros padres, nuestros profesores y demasiados historiadores e intelectuales, todos nosotros somos mestizos porque descendemos de un padre español conquistador, nada más y nada menos que el implacable y temido Hernán Cortés, y de una madre indígena conquistada, la mismísima Malinche, su hermosa pero traidora intérprete nativa. […] La leyenda sostiene, a continuación, que de esa difícil unión nacieron los mestizos, una nueva clase de seres humanos que habría de combinar los mejores atributos de las dos razas que la constituyeron. [6]

Navarrete argumenta que las ideas fundamentales en las que se apoya el “mestizaje” no se sostienen de ninguna forma, ni fue un proceso biológico entre “razas”, tampoco cultural, no se realizó solamente entre hombres blancos y mujeres indias, ni en México han convivido únicamente indígenas y españoles, pues ello niega la presencia de personas venidas de África, Asia y Medio Oriente. Asimismo, ese “mestizaje” no comenzó masivamente con la conquista sino hasta la segunda mitad del siglo XIX. “De hecho, los mexicanos llamados mestizos no llegaron a ser una mayoría de la población nacional sino hasta fines del siglo XIX en el México independiente, no durante el periodo colonial.[7]

La ideología del mestizaje como una combinación fenotípica de diferentes y variados colores de piel ha dado lugar a una nación de mestizos, que hablan español y son creyentes de la religión católica, es decir, son mexicanos. Pero ese planteamiento es profundamente racista porque no reconoce la diversidad cultural y étnica de comunidades indígenas, africanas y asiáticas que conforman al país:

Lo que llamamos equivocadamente mestizaje no fue la culminación natural de un proceso de 300 años, sino un fenómeno radicalmente nuevo producto de la modernización capitalista y de la consolidación estatal, que implicó el cambio de idiomas, de cultura y de ideología política de la mayoría de la población, así como la definición de una nueva identidad nacional. Se trató de un proceso de confluencia política, social, económica y cultural, pero no racial, una historia muy diferente a la que nos han contado. [8]

La tragedia del liberalismo es que detrás de su puñado de ideas aparentemente universales como igualdad y libertad —que operan sólo para los propietarios— esconde un rostro profundamente conservador y perverso: el de someter a la población a la dominación del capital. Por eso, López Obrador tiene razón en empatizar tanto con los liberales del siglo XIX, porque dentro de su ideario no caben los diferentes ni otras formas de vivir.  

En este contexto, dirigir nuestra mirada hacia el pasado —que es presente y sigue aquí— es una exigencia para los oprimidos en la medida en que buscamos y construimos alternativas al mundo en el que vivimos. Incendiar el pasado es parte de la afirmación de la memoria, la tradición de lucha y, en potencia, el nuevo orden de los oprimidos.

Notas

[1] La versión original en español: “Incendiar el pasado para acabar con el racismo (y transformar el mundo)”, publicado el 14 de agosto de 2020 en https://www.prtmexico.org/post/incendiar-el-pasado

[2] Indio es una palabra utilizada para referirse a la población originaria de América Latina/Abya Yala de forma despectiva, desde una perspectiva colonial que se refiere al período de la conquista del continente por parte del Imperio hispánico y homologa a todos los pueblos originarios bajo una sola categoría étnica/racial. En este texto, el autor utiliza conscientemente el término y lo reivindica como una persona que experimenta el estigma étnico/racial en su cuerpo. (N. del tr. al italiano: https://lamericalatina.net/2020/09/03/incendiare-il-passato-per-porre-fine-al-razzismo-e-ricostruire-il-mondo/)

[3] Edmundo O’Gorman, La invención de América. Investigación acerca de la estructura histórica del nuevo mundo y del sentido de su devenir, 3ª. ed., México, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 193.

[4] Federico Navarrete, México racista. Una denuncia, México, Grijalbo, 2016, pp. 112-113.

[5] El liberalismo es un proyecto social europeo con gran relevancia en otros continentes entre los siglos XVII-XIX, tiene como núcleo central la defensa de la propiedad privada, la libertad económica y el establecimiento de una relativa igualdad jurídica para sus ciudadanos. Si bien el liberalismo representó diversos aspectos progresistas respecto de las sociedades de “antiguo régimen” o precapitalistas como la secularización del Estado, también tiene una faceta oscura en la cual el capital se desarrolla por medio de la violencia más explícita. Véase: para el liberalismo en diferentes contextos nacionales Harold J. Laski, El liberalismo europeo, Trad. al español de Victoriano Miguélez, México, Fondo de Cultura Económica, 1969, 248 p. Para el liberalismo mexicano del siglo XIX recomiendo el excelente texto de Charles A. Hale, El liberalismo mexicano en la época de Mora (1821-1853), Trad. de Sergio Fernández Bravo y Francisco González Aramburu, México, Siglo XXI Editores, 2009, p. 347.

[6] Véase: Cap. 5 “La leyenda del mestizaje”, Navarrete, Op. cit., pp. 95-104.

[7] Véase: Cap. 6 “Cinco tesis contra el mestizaje”, Navarrete, Op. cit., pp. 105-123.

[8] Ibid., p. 123.

Gerardo Rayo es historiador y editor de Los Heraldos Negros. Revista de creación literaria y análisis político. Actualmente milita en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), sección mexicana de la IV Internacional.

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